PARRANOIAS
DE FINAL DE CURSO 2019-2020 DE UNA PROFESORA DEPRE... DADA O DADA A LA DEPRE
Martes, 9 de junio de 2020
Martes, 9 de junio de 2020
Todos
recordaremos este curso; los que seguimos vivos, como si de un mal
sueño despertásemos, nos hemos ido acostumbrando a dosificar la
esperanza. A los momentos iniciales de angustia, de impotencia han
seguido otros de calma chicha; a los aplausos o alegatos
engrandecidos por el encierro se han sumado brazos caídos y
despistes propios de los días iguales, sin horarios, sin mañanas de
domingos de verdad.
No
quiero recordar lo que he sido en estos meses. Me contemplo en una
picadora, mezclada con diferentes ingredientes y degustando un plato a
disgusto, queriendo recuperar los sabores de antes, los que conocía mi paladar, no los exquisitos de los restaurantes prohibitivos y sus
raquíticas raciones, irracionales en desacuerdo con lo pagado. La única cocina que me gusta es la que guarda,
como un gran tesoro, a mi madre dentro. Sé que esta demostración de
cariño suena tremendamente egoísta, pero es la sinceridad de mis
tripas. Las de la tele, los canales o conductos culinarios me asquean
en su impoluta higiene visual, comprimiendo el tiempo, sacando de la
nevera o del horno artefactos, como todos, precocinados. Doy por seguro que mi
hijo no echará de menos lo que yo eché a mi madre en estos meses,
por lo menos, en lo que respecta al placer estomacal, y no sé si
alegrarme o entristecerme. Quizás las madres de antes eran amas de
casa; las de ahora no tenemos ese caché.
En
mi resistencia a los fogones está un deseo oculto de que mi madre
siga eternamente estando siempre en donde pueda ir a encontrarla y la encuentre,
sacándome las castañas del fuego; a fin de cuentas, de no querer hacerme mayor o a estas alturas más mayor, que sí se puede decir, frente a lo que nos sermoneaban antiguamente los profesores de lengua.
Durante esta cuarentena (palabra, para mí, pasiva y
semienferma) he re-caído, más veces de las que querría, en la
cuenta, por todo lo que se me ha dispuesto oficialmente para pensar y
repensar, de que soy bastante cuarentona. Las fotos que hemos vuelto a mirar,
sí, a mirar, no a ver, las películas que me reconcilian
temporalmente con las pantallas, las canciones que ya no suenan en la
radio, salvo raras excepciones, y que tengo que escuchar
aleatoriamente con anuncios en plataformas de pago que no quiero pagar, los gestos que me
acercan a mis antepasados, por los ojos de mi hijo, que ya me dice
que tengo mofletes de abuela; todo esto le rinde cuentas a un momento
que parece robado en el tiempo, unos minutos de descanso amargo (como
las odiadas siestas de la infancia), un intermedio engañoso en tierra de nadie, porque
si algo hay que nunca se puede torpedear, ese algo es el tiempo. Intenta
controlarlo con cronómetros, con un buen peluco de marca, objeto
exclusivo de comunes deseos anticonvencionales, fruto, ¡torpe iluso!,
de una convención extranacional al uso para husos horarios; el
despertador sonará, el reloj biológico te echará en cara que la
maquinaria ósea va al ritmo imperceptible que la naturaleza ha
dispuesto para ti, el reloj de sol te encarará como él quiera y,
aunque no quieras, también verás las sombras. Por mucho que te cante Sabina que te han robado el mes de abril y los políticos, con sus
macabros impuestos, te hayan arañado toda la primavera, conténtate,
date con un canto en los dientes si puedes contar el verano, aunque
de momento tengas que atisbarlo a través de máscaras antivirus y antisonrisas.
Este
junio, que no parece ni junio ni nada que podamos decir que hayamos
intuido alguna vez, nos enmarca en un final de curso con cuello de
cisne, porque, seguramente, a los modernistas finiseculares ni
siquiera se les ocurriría pensar en que pocos años después la
llamada "gripe española" acabaría con su fastuoso mundo
de oropeles. Así, quizás nos sentíamos nosotros en nuestra
apacible seguridad primermundista del pasado más reciente, creyendo
que Siria era el país de las guerras, que las densas rutas navegables del
Mediterráneo desaparecían, sin quebraderos de conciencia, con una
acción tan cotidiana y milagrosa como la de abrir un grifo y ver que
el remolino devoraba ese barquito chiquitito de papel, un papel
convertido, también por arte de máquina, en una fina lámina donde
antes había tallos rugosos y ásperos como los dedos de los ancianos
que se han ido al País de Nunca Jamás solos, sin otros dedos
familiares que acariciar en la última tarde con Teresa u otra hija natural o de la plantilla de la residencia.
Me
duele, en el otro costado, la carencia de abrazos de la que han adolecido heroicamente los llamados
adolescentes. ¿Cómo podemos comparar tres meses en el transcurso de
unos quince años con mis tres meses, por ejemplo? Necesito millones de hojas de reclamaciones para ellos; no talaré ningún árbol más del
Amazonas, escribiré un grafiti en una pared sucia y fotocopiaré su
mensaje en todos los muros, para exigir que a aquellos jóvenes, a aquellos que de
verdad los necesitaban, se les devuelvan los abrazos robados, con
intereses de ternura y sinceridad. ¿A quién no le interesa la
ternura o la sinceridad? ¿Cómo se recupera en la papelera de la
vida ese mensaje de amor que, por error en un clic, ha ido a parar
ahí? Díselo a la cara a ese chico al que has obligado a ser más
tímido y asociable de lo que ya es; échale en cara que parece
autista, que no se relaciona, que vive en su mundo, que ya no cuenta
nada, si lo has forzado a cerrar el corazón para no ser infectado
con la peor de las pestes: el miedo. Decidle a un montañista que al
llegar a la cumbre se le congelarán los dedos o una avalancha de
nieve lo aniquilará en la ascensión. ¿Dejará de subir, de creer
en lo que ha deseado? Estoy rabiosa, y mi corazón rechaza los
argumentos racionales. Si un perro me hubiese mordido, sería
consciente de la causa de mi rabia; podría demonizar a ese can que
me ha inoculado su veneno, transformarlo en cualquier criatura
quimérica que una dictadura hubiera echado a andar sin ningún
miramiento, pero no sé qué poderes maldecir sin hacer queso en polvo los amarillentos glaciares de mi existencia, sin echar por tierra mis cimientos, y, lo
que es peor, sin ofrecer una alternativa a la miseria de expectativas
que damos en heredad.
Enseñar,
adoctrinar, enseñar los dientes, mostrar qué. ¿Dónde está mi boca? ¿Qué lecciones
programamos en nuestras adaptaciones formales del mes de mayo?
Nuestros esfuerzos autónomos perdidos en las utopías
institucionales en las que ni siquiera sus oficiales confían. Bajo
un matiz de ministerio auspiciado por cráneos privilegiados damos
cuerda al mundo como a un muñeco que repetirá su letanía a costa
de mantener abierta la fábrica de pilas con obsolescencia también
programada para seguir fabricándose hasta el infinito. Un robot interestelar lo acompañará con su motor accionado y los indicios de apartamiento serán
considerados fallos del sistema. La nueva programación reprogramará
dichos fallos y el engranaje para el movimiento perpetuo transformará
los virus, las cifras, los muertos a su antojo, ahora atemorizando,
después suavizando, ahora como exclusiva en todos los medios,
después como residuo cadavérico sin sangre que poder chupar.
Entre
tanto miedo y palos de ciego, de fase en fase y tiro porque me multan
o soy negro, intento unirme al mundo a través de lo que escribo y me
escriben aquellos a los que leo y me leen. Nos enseñamos, sinceros,
con un poco de rubor, es verdad, nuestras líneas porque ellos son
jóvenes y aún no saben cómo expresar su propia transformación y
concretar sus deseos, porque yo ya no soy joven y no sé cómo
ayudarlos para no naufragar (¿quién?) en un mare nostrum con tantos límites limitadores. A veces, en días más iluminados, mis palabras gregarias
quisieran alentarlos, animarlos, pero no sé si les estoy mintiendo,
si me estoy mintiendo, si en su esperanza, en sus destellos de
ilusión quiero apropiarme también de ellos y seguir soñando, como
si Dios existiera y alguien asistiese a mi humilde pieza de teatro.
Aunque no me aplaudiesen, me sentiría recompensada, abrazada en ese
instante, como se solía decir cuando estábamos cerca, por la
respiración monocorde del planeta, lejos de las cámaras insertadas en cualquier dispositivo económico, de los
focos, de los ojos, solo acompañada de la sensación de que no estoy
sola, aunque lo esté, aunque nadie me lea, aunque nadie me escriba.
Como el coronel, como una dulce pastora, vigilando las huestes, los
mansos corderos que un día comieron de su mano, le hicieron caso y
que ahora ya no quieren volver o no la reconocen.
Sin
embargo, mientras tanto, mientras todo continúa, seguiré dando por
válido mi balido y jugando con el tintineo de las tildes, a modo de
campanilla sibilante. Creo que así seré un poco más armoniosa y
feliz. La melodía amansará a mi mascota licantrópica.